Rozó su barba con las puntas de los dedos
y todo su cuerpo se estremeció. El ritmo de la sangre se aceleró y un escalofrío recorrió su espalda. No supo
bien si fue a causa del frío o si fue su mirada que la descolocó de esa manera.
Quizás la impaciencia de ser paciente
podría jugarle una mala pasada, pero necesitaba tiempo. Tiempo para asegurarse
de que aquello no era un invento, de que lo que tocaba y besaba no era un
espejismo. Necesitaba tiempo para asegurar su presencia, el estar de sus labios
en el cuello de ella.
Teniéndole en frente, abrazada a todos
sus músculos, se sentía bien. Protegida y a salvo. Rodeada por sus brazos, en un
océano infinito, apoyó la cabeza en su hombro. Y él le susurró al oído:
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